La idea de un México ejemplar

Por Gastón Melo.

Busco responder a la pregunta necesaria, ¿qué educación requiere el país para asegurar su unidad y emprender su porvenir mejor? Pido a los lectores de esta nota acompañar consecuentes, la siguiente reflexión:

Recibí esta mañana quizá menos por azar que destino, la nota de un amigo querido quien me reporta de un sistema de enseñanza japonés en plena aplicación Futoji no Henko, sencillo: 5 materias y una visión clara de las destrezas por obtener al cabo de 12 años de aplicación. Hay quien se ha dado a la tarea de desmentir esa nota, sin embargo, ¿quién se tomaría la pena de escribir y compartir una buena idea atribuyéndola a un tercero?

Hace pocos días, en preludio de la provocación de aquella nota elocuente, un amigo de Manchuria me explicaba el pictograma que describe la noción cuya equivalencia occidental es la de Partido político, cuyos elementos son: niebla, oscuridad, negrura, hermanos distintos en la base, una concha, antigua idea que sugiere cuidado y protección. En conjunto los elementos del pictograma connotan que «los hermanos luchan en la oscuridad para lograr techo común».

Los mexicanos, nos reconocemos, entre otras formas de mirarnos, como un conjunto de desigualdades, identidades diversas, mestizajes. Somos, y se resuelve en cada uno de nosotros, un momento de la migración de pueblos. Algunos se reclaman santanderinos, catalanes, gallegos, otros asturianos, o cántabros como el presidente López Obrador, los barcelonetas son franceses tropicalizados como Ducoing o Durán, Bremón o Bailleres, hoy pronunciados más en francés que en su castellanización longeva. Irlandeses, alemanes, pueblos semitas, kurdos, sirios y libaneses, coreanos como los que migraron a Yucatán en el siglo XIX, chinos y africanos, todos ellos mezclados con la numerosa variedad de pueblos e instalados desde largo tiempo en el territorio, producto de migraciones anteriores; tarascos, coras, tepehuanes, chichimecas, mayas, totonacos. Esto da por resultado un pueblo de mestizos en mayoría que, sin embargo, gustan de olvidar sus raíces locales para privilegiar sus vínculos coloniales.

México es de modo particular el Strassebourg americano, el lugar donde se cruzan los caminos, el sitio Xictli, la equis enigmática de una identidad en construcción. METZTLI-XICTLI (ombligo de la luna), luna que se mueve, que cambia, que se eclipsa, no es México un finisterra, sino una vía: Sak bée y bóox bée; camino blanco y camino negro que se unen potencian y repelen.

México es espacio privilegiado de una continuidad que se hace viva en su diversidad enorme de andares, desde Alaska hasta la Antártida, desde la Isla del Príncipe Eduardo hasta Usuaya; en ese continente, México es vientre de familias lingüísticas muy diversas que dieron sentido a unidades territoriales y topográficas, a ecosistemas culturales, armonías y querellas insospechadas.

Y en esos contextos, no hay razones que justifiquen países como México, Canadá o Colombia, Venezuela, Brasil, Perú o la Argentina, cuyas existencias son fruto de arbitrariedades y acuerdos a menudo tomados en la oscuridad de realidades desapreciadas.

Estos países no rebasan los cinco siglos en la construcción de sus identidades, algunas de ellas arrebatadas por historias menos depuradas en el tiempo que resueltas en gestas épicas, negociaciones, azares, guerreros y tragedias culturales.

Pero, ¿qué está detrás de un proyecto sostenible de país? Hay escuelas en Inglaterra que tienen mil años siendo la misma institución. La universidad francesa, la alemana y la española datan del siglo XIII; tienen 800 años. Boloña y Oxford existen desde el siglo XI. En China, la Universidad de Nankin fue fundada en el siglo tercero hacia 259. Todas ellas siguen existiendo.

Fray Diego de Landa, en la tierra del príncipe Totol Xiu, en Maní, territorio de la península de Yucatán, destruyó en la noche del 12 julio de 1562 los “demoníacos” 40 códices donde se explicaba buena parte de la historia del pueblo maya, un acto de la más clara barbarie bibliocida.

Entre imposiciones políticas, territoriales, religiosas y cenizas significantes, se teje la identidad del espacio mexicano ¿brutalizado?, ¿civilizado?, ¿conquistado? Las más sesudas exégesis no alcanzarán a ofrecer un veredicto definitivo, aunque cada habitante deba resolverlo en el marco de sus propias contradicciones.

Las gestas mexicanas han, en quinientos años, urdido la tela en que nos reconocemos. Diversas materias la alimentan, violentas batallas desde la Noche triste hasta la defensa de Churubusco, Cham Santa Cruz, la toma de Zacatecas o la matanza de Tlatelolco, las narcobatallas o el genocidio (¿) de los 43… sigilosas unas, estratégicas las menos y engañosas todas, no han, en cualquier caso, callado las voces de la tierra. La visión de los vencidos comienza a reapreciarse, la descolonización sigue, aunque lentamente, avanzando y una nueva identidad se forja.

Vale la pena en este contexto, fijarnos un referente para saber a quién puede dirigirse la educación. ¿Quién es el mexicano de origen, ese que se considera inculto, mal educado, bárbaro para algunos?, ese que perciben como lastre muchas de las estadísticas y no pocas estrategias educacionales. Hablamos de esos grupos humanos que hicieron pensar a Cortés, a Barreda, a Sierra, a Vasconcelos, a Reyes y a Paz.

La imagen del mexicano proveída por el jesuita, Francisco Javier Clavijero, a medio camino entre la derrota de Tenochtitlan y el tiempo presente, es la siguiente:

Son los mexicanos de estatura regular, de la cual se desvían más frecuentemente por exceso que por defecto; de buenas carnes y de una justa proporción en todos sus miembros, de frente angosta, de ojos negros y de una dentadura igual, firme, blanca y tersa; sus cabellos tupidos gruesos y lisos, de poca barba y rala y de ningún pelo por lo común en aquellas partes del cuerpo que no recata el pudor. El color de su piel es ordinariamente castaño claro. No creo que se hallara nación alguna en que se hagan más raros los contrahechos… [abrevio]. Su semblante ni atrae ni ofende pero en jóvenes del otro sexo se ven muchas blancas y de singular belleza a la cual dan mayor realce la dulzura de su voz, la suavidad de su genio y la natural modestia de su semblante. […] Sus sentidos son muy vivos, especialmente la vista la cual conservan hasta su decrepitud, su complexión es sana y su salud robusta. Están libres de muchas enfermedades que son frecuentes entre los españoles, pero en las epidemias que suele haberlas de tiempo en tiempo son ellos las principales víctimas. […] Jamás se percibe en la boca de un mexicano, aquel mal aliento que produce en otros la corrupción de los humores o la indigestión de los alimentos […], su salivación es rara y muy escasas las evacuaciones pituitosas de la cabeza. Encanecen y encalvecen más tarde que los españoles y no son muy raros entre ellos los que arriban a la edad centenaria. […] La policía que vieron los españoles en México, muy superior a la que hallaron los fenicios y cartagineses en España. […] Son y han sido siempre muy sobrios en la comida pero es vehemente su inclinación a los licores espirituosos. […] Sus entendimientos son capaces de todas las ciencias como lo ha demostrado la experiencia. […] Hemos conocido hábiles geómetras, excelentes arquitectos, doctos teólogos y buenos filósofos… [Y sigue]….
(«Carácter de los mexicanos», Historia Antigua de México, tomo I).

Hoy somos dos o tres centímetros más bajos que en aquel momento, 5 o 7 kilos más obesos, nos tunde la diabetes, las enfermedades gastrointestinales o respiratorias y seguimos muriendo a balazos.

Una mexicanidad ejemplar puede inspirarse en una imaginería de bajorelieves que apuntan dignidades, de sabidurías y gestos expresados en piedra o en códices, abreviar también en aquellas imágenes de Paul Strand, por citar algunas de las más recientes, tomadas hace casi 80 años, allí vemos pobres pero hermosas prietas, espigados charros mestizos y apuestos jóvenes de diversas etnias, sonrientes y relativamente sanos.

Si proyectamos una imagen del mexicano ejemplar, veámosle entre otras cosas así: guapo, alineado, limpio, digno, sano, no nos inhiba la belleza que se aleja del estridentismo de la vulgata dolida y rabiosa, que provee en el fondo una imagen de miedo y de traición. La coquetería es emancipadora e implica una conquista necesaria.

Si vamos a la identidad de los habitantes de los 2 millones de kilómetros cuadrados en que se enmarca la nación podemos pensar por ejemplo en esa tercera nación que es la frontera que provee un tipo especial de individuo; hoy el binacional que sabe atravesar la línea y habla bien el inglés, antes el zoot suite, ese pachuco, que Paz describe así:

El pachuco no quiere volver a su origen mexicano; tampoco –al menos en apariencia– desea fundirse a la vida estadounidense. Todo en él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: pachuco, vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo. […] Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.

Hoy ese pachuco se ha hecho un binacional, trabaja allá y duerme aquí. Habla castellano e inglés, se siente intérprete de las dos naciones, está mejor formado (¿) que la mayoría de los mexicanos, emprende y gasta. Se sabe ciudadano y hace valer sus derechos. Se híbrida y no juzga, aprovecha cuando puede, lo mejor de los dos mundos.

Trasladémonos a Yucatán, la península se divide entre mayas y criollos peninsulares por un lado y provincianos mestizos, criollos e individuos de alta etnicidad provenientes de comunidades y pueblos originarios de la CDMX, Oaxaca, Guerrero, Puebla, Veracruz o Michoacán, instalados preferentemente en las zonas costeras del sur, entre Puerto Juárez y Bacalar. Allí, el primer grupo, los “yucas” se definen a partir de su yucataneidad, revelada por el acento bañado en pronunciaciones subconscientes, ricas de sus 25 vocales de sus glotalizadas y rearticuladas formas de pronunciar tan influyentes en el español peninsular.

El yucateco es una identidad aparte, lo ha sido siempre, desde tiempos en que vivieron bajo la capitanía general, sus dos tiempos de república independiente, su mestizaje distinto, por sus migraciones diferenciadas, más abiertas a presencias europeas italianas, inglesas, francesas o vascas españolas, recientemente de sirios libaneses y actualmente de winter birds canadienses.

El yucateco tiene una primera identidad peninsular, luego quizá la mexicana, pero pasada por el tamiz de la mayicidad.

Si recorremos el resto de la nación mexicana es factible que encontremos situaciones análogas con sus especificidades. La región de Nuevo León con su origen semita tiene su propia identidad y se baña con holgura en ella.

Construir mexicanidad así, puede retrospectivamente costarnos mucho el justificarla, pero prospectivamente es quizá más factible. Los mexicanos, los 140 millones de mexicanos, seres racionales todos (no sobra decirlo), podemos reconocernos en una idea clara del ser, pero, necesita ser expuesta, sustantivada, integrada al discurso de sus promotores necesariamente en posición de liderazgo.

Y en este sentido estamos hoy en una condición ideal que es deseable aprovechar. Después de los 18 años de la calificada transición fallida, llegamos a la exploración de todo el espectro ideológico, no hay más lugares dónde buscar y por tanto hay lugar para una definición prospectiva de la identidad, a un acuerdo, un nuevo contrato social si se prefiere.

Vivimos en un país socialista, moderno quizá, pero socialista, hipócritamente socialista; podrán, con cierta legitimidad, afirmar algunos, que es un país donde muchas de las fratrías militantes de la segunda parte del siglo pasado se encuentran hoy en posiciones de mando y se hacen en algunos casos refractarias a la intelligensia hecha tradición en los últimos 50 años y venida de las escuelas neoliberales particularmente americanas, y específicamente los centros de provisión de talento administrativo con sus émulos locales. Podemos aprovechar esta ola que por socialista es social, que implica, que está -lo sentimos- convidando a México a hablar, discernir, entender, para construir una idea de país. Para recoger del discurso efervescente, horizontalizado, aquello que nos es denominador común.

Podemos comenzar por el reconocimiento de un imaginario: el imaginario de un país honesto, de un país fincado en una idea del ser que lo mismo se alimenta de la cartilla moral de Reyes, obsoleta para algunos o de los no estudiados opúsculos de Gabino Barreda, ese brillante médico discípulo de aquél que anunció predicaría el evangelio positivo en todas las catedrales de Europa antes del fin del siglo XIX, Augusto Comte.

Barreda nos habla de La educación moral y su discípulo Justo Sierra de La educación mental. Hagamos caso a ambos, «La educación moral es no hacer a otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros», como lo sugiere Isócrates -citado por Barreda-. «Imita al árbol de sándalo que cubre de frutos a quien lo ataca a pedradas», continúa Barreda, citando ahora a los chinos.

La semejanza, apunta con Condorcet, entre los preceptos morales de todos las religiones y de todas las sectas filosóficas, bastaría para probar que aquellos son de una verdad independiente de los dogmas de estas religiones y de los principios de estas sectas, y que el orden de las ideas de justicia y de virtud y el fundamento de los deberes se debe buscar en la constitución moral del hombre, una constitución moral que Séneca, en el siglo primero epitomiza así en su Thyeste: «Malos somos (todos) y vivimos entre nuestros semejantes, solo una cosa podría salvarnos y es un tratado de indulgencia recíproca».

Barreda que es médico, tiene maestros de las ciencias biológicas que ilustran sus ejemplificaciones, lo cito:

El perfeccionamiento moral del individuo, y aun el de la especie, será desarrollar los órganos que presiden a las buenas inclinaciones y disminuir en lo posible aquellos que presiden a las malas, si pudiésemos llegar a producir el efecto deseado, es decir la atrofia artificial de unos órganos y el desarrollo de otros, lograríamos modificar los actos del alma en el sentido mas conveniente. […] Si dirigimos la educación de manera que los actos simpáticos o altruistas, como les llama Comte, se repitan con frecuencia a la vez que los destructores y egoístas se eviten en lo posible, no se puede dudar que después de un cierto tiempo de esta ‘gimnástica moral’ […] los órganos que presiden a los primeros adquieran sobre los que tienen bajo su dependencia a los segundos, un predominio tal que en la lucha que se establece, antes de decidirse a tomar una determinación, se acabara en la mayoría de los casos por ceder a las solicitantes más enérgicas de los instintos benévolos robustecidos por el ejercicio. […Y agrega el gobierno] que no ha de contar con los milagros para hacer sus leyes […] puede y debe intervenir en la educación moral de las personas, adecuándola a las exigencias de la sociedad y de la civilización. 

Estos son los principios morales en que debe basarse la regeneración. (Paráfrasis).

Para concluir, la idea de un México ejemplar no debe fincarse en una búsqueda de esencias revolucionarias a modernizantes como lo sugirió Paz al dividir nuestras dos formas tradicionales de abordar el problema, sino en las narrativas de una historia en construcción.

La educación moral es la educación del órgano mental aplicado a discernir la identidad y proyectándose con base en una conciencia de la globalidad, al desarrollo de actitudes en que se pueda empeñar la palabra. Aquel amigo de Manchuria que cité al comienzo de este texto me decía no hace mucho «Las generaciones anteriores han sacrificado su ociosidad para heredarla a sus descendientes». Es sin duda tiempo de invertirnos en ese sacrificio.

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